La mejor profesora de mi vida me enseñó que hay pocas cosas
comparables con la emoción intelectual de ver cómo aprende un
alumno. Vivir el momento en que sus pupilas se agrandan cuando su mente se enriquece gracias a ti es indescriptible. Y
qué decir del momento en que un ex alumno llega a establecer contigo una
discusión de igual a igual, o incluso llega a superarte. No
hay nada igual: ver cómo un estudiante te deja atrás gracias justamente a lo
que aprendió contigo es tu Premio
Nobel como profesor. Un solo caso justifica muchos años de
esfuerzos y sinsabores.
Por desgracia, muchos profesores y bastantes estudiantes aún no
han tenido la fortuna de vivir esa situación. Y la vida diaria no está
demasiado poblada de este tipo de sensaciones. Una profesora no puede mantener
al máximo su sismógrafo
emocional como docente a todas horas, pero me gustaría
recordar algo a los docentes que ya están abatidos por la desilusión, el
hastío, la carencia de recursos, la falta de empatía y reconocimiento social,
la desidia de los alumnos, la indiferencia de los padres, la manipulación política,
o simplemente porque ven cómo poco a poco les fallan las energías para ponerse
delante de unos jóvenes cuyo universo ven cada vez más distante. Muy pocos
estudiantes olvidan a una gran profesora.
Sé bien lo que digo. Cualquiera de nosotros echará antes en
el olvido a su primer amor, a aquel amigo íntimo de infancia o a la fiera que
lo machacaba sin piedad en el recreo. Pero los grandes profesores dejan una
huella que permanece hasta el final de los días. Es una relación de una
naturaleza tan singular que el paso del tiempo, que tantas cosas se lleva por
delante, lejos de enturbiarla, solo consigue purificarla, embellecerla y
mitificarla.
Me gusta evocar con nostalgia la relación maestro-discípulo. Es
algo que, desgraciadamente, ya no abunda, pero me niego a aceptar que se haya
extinguido. Tuve la fortuna de vivirla con la mejor profesora de mi vida. Se
llamaba Soledad Blanco Pariona.
Soledad Blanco fue mi profesora de Física en La Oroya. Recuerdo su
primera clase como si el tiempo se estuviera rebobinando cada día. Se acercó a
la puerta absolutamente extraviada: no tenía ni la menor idea de dónde le
tocaba. Se detuvo un momento, preguntó al que estaba más cerca y, una vez
confirmada el aula, entró sonriendo de forma desmedida. Uno de sus encantos era
su expresividad desmedida.
Desde el primer momento noté que tenía una recarga de combustible
nuclear en el cerebro. Fue abrir la boca y darme cuenta de que nunca había
tenido una profesora así (y me acuerdo de muchos, empezando por la maestra que
me enseñó a leer, Señora Candy). Miss Soledad se volvía loca por enseñar, era
un incontinente del conocimiento. Jamás se sentaba (luego entendí que dar clase
de pie, como los toreros, es requisito imprescindible para ser buena
profesora). Dejaba su car telón de tonelada y media en la mesa y, de
forma súbita, se dejaba llevar por un arrebato didáctico feroz, de modo que, si
se hubiera hundido el mundo, no nos habríamos enterado.
Tenía una capacidad extraordinaria para explicar los conceptos y,
cuando alguien no los entendía, no duplicaba la explicación, sino que le daba
la vuelta con metáforas increíbles. Entendí entonces que las metáforas son
imprescindibles para enseñar ciencia, porque son una vía directa a la
comprensión de lo complejo, e incluso de lo inaccesible. Desde entonces
desconfío de los científicos que las desdeñan.
Sus fórmulas no parecían arcanos, sino
que, desde la pizarra, nos explicaban el mundo a gritos. A menudo nos
sacaba para hacer pequeñas representaciones teatrales sobre la inercia o la
cantidad de movimiento, pensando en nuestros futuros alumnos, con unas miradas
y unas sonrisas de alto voltaje que te taladraban y te bloqueaban el camino de
salida. Era imposible no jugar a ese juego.
Al principio incluso te abochornaba la
pasión intelectual que sentías crecer interiormente, como si te estuvieras
mostrando borracho en público. Pero luego veías que era un sentimiento
compartido y se te iba el pudor.
Cuando te hacía una pregunta
desconcertante y la contestabas, su emoción era extraordinaria y contagiosa. Más
de una vez replicaba admirado: “Increíble: ¿cómo lo has sabido?”. Y por un
momento uno se sentía Newton, Bohr, Planck y Einstein, todos ellos juntos. Eso
te hacía respetar y querer a los grandes mitos de la ciencia, pero también te
hacía ver que la ciencia es una búsqueda de explicaciones salpicada de errores
y siempre insatisfecha. Éramos demasiado jóvenes para aceptar que las verdades
de hoy tenían muchas posibilidades de ser los errores de mañana.
Lo gracioso es que, cuando te preguntaba,
te hacía decirle cómo lo habías sabido. No solo quería enseñarte. Quería saber
cómo pensabas. Una respuesta aguda a sus maliciosas preguntas era para él un
acontecimiento. Y cuando la respuesta no era acertada, no importaba, porque
daba paso a una derivación a veces más interesante que la opción canónica.
No solo explicaba cómo eran las cosas,
sino también cómo no eran. Y por qué no. Le interesaba tanto profundizar
en el sí, como
en el no. Siempre
databa los descubrimientos. Personalizaba los hallazgos y dejaba claro que la
ciencia no había caído del cielo, sino que había sido construida, con
un esfuerzo sobrehumano muchas veces dirigido contra los propios prejuicios del
descubridor, por personas que habían vivido aquí y allí, en tal época y tal
otra.
En su aula tenías la sensación de ser tan
afortunado que no podías evitar hacerte una pregunta: ¿Me merezco yo estas
clases? Con él era imposible no estudiar: te habrías sentido un miserable. Y lo
habrías sido. Era una profesora con todas las virtudes que adornan a los
grandes directores de orquesta: como describo en este post, sabía
sacar lo mejor de quienes estábamos delante y, al final, a muchos de nosotros
nos daban ganas de aplaudir. Ahora lamento no haberlo hecho.
También fue un buen investigador (sobre
corrientes en polímeros y estructuras de membranas biológicas), pero era mejor
aún en el aula. Cuando ya no era mi profesora, decidí que sería imperdonable
perder esa oportunidad y lo busqué. Tuve la inmensa suerte de ser su amigo y de
conocer a su admirable familia. Fue el profesor de mi vida. Me hubiera gustado
ser su discípulo muchos años. En realidad, me siento su discípulo moral y, en
algunas materias, antes de decidir qué pienso yo, me gusta imaginar qué
pensaría ella.
Fue una excepcional profesora, pero estoy
convencido de que hay casos similares en cualquier otro nivel. Porque ¿cómo
puede uno olvidar a la profesora que le enseñó a leer? ¿O a la profesora que te
explicó el modelo atómico? ¿O a aquella que te hizo intuir la magia de los
números primos? ¿O a quien te descubrió el texto, pero también el contexto y el
subtexto del Quijote? ¿O a aquel gran maestro del violín? La pregunta es: ¿cómo
olvidar a quien hizo posible que hoy ames la lectura, tengas el veneno de la
física, la pasión por las matemáticas, hayas asumido el concepto de luchar
contra los molinos de viento o hayas cambiado para siempre tu manera de tocar
el violín? ¿O como dejar en el olvido a aquella profesora que te enseñó a
analizar en silencio y con respeto los argumentos que contradicen tus más firmes
convicciones?
Por no hablar de la situación inversa:
cuando das tus clases de Biología o de Historia y, al cabo del tiempo, uno de
los alumnos acaba siendo biólogo o historiador... deberías parar un momento y
pensar que has contribuido a que tu alumno oriente su vida hacia una disciplina
cuyos fundamentos y ramificaciones le pusiste tú ante los ojos. Ninguna
profesora debería olvidar eso.
Como ningún estudiante olvida a la
profesora que le abrió el camino hasta más allá de sus propios límites. Porque
eso es lo que hacen los grandes profesores.
Por: Luis ALIAGA VICENTE
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